El siguiente articulo escrito por José María Carandell, en ocasión
del cincuentenario de la fundación del “Boadas” en 1983. Fue obsequiado por María Dolores Boadas a Santiago Policastro “Pichín” el 29 de Noviembre de 1985 en ocasión del XXXIII congreso de la I.B.A. que se celebraba en Amsterdam y dada su importancia pidió se publicara en la revista de la Asociación Venezolana de Barmen, lo cual se hizo efectivo en el numero correspondiente a la revista Enero-Febrero 1986.
“BOADAS”
UN TRIANGULO MÁGICO
Junto a la plazuela de Alvear, en la esquina de las calles Obispo y Montserrate, justo donde antiguamente se ubicaban las viejas murallas de la Puerta de Montserrate en La Habana, hay un local de mucha tradición y fama llamado “El Floridita”. Quien quiera que visita actualmente la capital de Cuba oye hablar de este singular establecimiento celebre por sus daiquiris y por haber gozado del favor de un campeón de la bebida tan señalado como Ernest Hemingway. Actualmente, “El Floridita” sigue teniendo abiertas sus cocteleras a bebedores y curiosos, y, si se sabe preguntar un poco, las cajas de sus recuerdos.
A principios del siglo pasado (o sea el IXX), ocupaba el local una típica taberna que llevaba el bonito nombre de La Piña de Plata. Pero con el tiempo y la influencia anglosajona, la taberna pasó a otras manos que la modernizaron, la convirtieron en coctelería y, por obra y gracia de Narcís Sala Perera, destacado directivo del “Centre Catalá de l´Havana, le llamaron primero “La Florida” y, muy pronto, por la tendencia cubana al diminutivo, “El Floridita”.
Que el padrino del flamante establecimiento fuese catalán no debe sorprender. Los catalanes, incluso después de la independencia de la hermosa y rica colonia, jugaban un papel de primera en la capital y en las provincias; pero, además, resulta que Sala Perera, su propietario, era primo hermano de Boadas.
Miguel Boadas Parera había visto en sus correrías de niño por la ciudad” La piña de Plata”. El había nacido en 1895, en la calle Empedrado, muy cerca de otro local de bebidas que también llegaría a hacerse famoso, “La Bodeguita del medio”. Sus padres eran catalanes, de Lloret de Mar, que, como tantos habían ido a hacer fortuna a eldorado de Cuba. Pero montaron un café, y la fortuna, diosa y riqueza, no quiso sonreírles ni llenarles las arcas. Por ello decidieron que la madre y el niño volverían a Lloret.
Hasta sus trece años de edad, Miguel vivió en el tranquilo pueblo marinero de la ya entonces llamada por algunos Costa Brava. Y si no lo sabía, fue entonces cuando sumó al dominio del castellano suavizado de Cuba, el catalán melodioso de la costa.
El adolescente que ahora dejaba la casa materna para ir a la búsqueda del padre, al otro lado del charco, era un Telémaco de ojos despiertos, de espíritu abierto a la aventura y de cuerpo delgado y flexible en el que solo quedaba un eco del ritmo tropical primera infancia, bajo sus apariencias de chiquillo marinero que tan bien conocemos por los relatos de Joaquín Ruyra. Yo le imagino, con las piernas abiertas y bien aseguradas sobre el puente del barco que le lleva a ultramar, como aquel Cadernera que aparece en “El rem de trenta-quatre”, de “Pinya de rosa”, del cual nos dice el mejor y más pulcro de los estilistas catalanes, que “era un pobre noi de deu anys, groc, frac y altonet, amb les robes que li curtejaven en braços y cames… criat entre llops de mar, creixent entre renecs y mals tractes” y que era un consumado artista cuando le dejaban beber con el porrón “pujé de peus sobre els galliners, se tombá un moment a l´inrevés les parpelles, girá els ulls en blanc, i, tirant el cap endarrera, agafá d´sma el porró, i l´aixecá enlaire, y trabucan-lo de gallet a poc a poc, se dexá caure el rajolí al bell mig del front. El ví es va partir en dues regueretes que s´aparaven a cella i cella, baixaven pels llagrimals i eren absorbides per la boca llargament entrebadada amb el llavi superior aplacat a les dents i l´inferior sortit en reyéis un través de dit”
Sea como sea –pues ya es sabido cuanto pueden engañarnos en las comparaciones los mitos literarios- , el caso es que el muchacho, al poco de llegar a La Habana de su padre, entró a trabajar en el local de los primos de este – “El Floridita” . Y allí descubrió lo que, sin exagerar ni pizca puede llamarse la pasión y razón de su vida; los cócteles. Y preparando cócteles, el adolescente Miguel –ahora Miguel de nuevo- recuperó aquel ritmo que es la salsa de los cuerpos cubanos, y fue perdiendo las posturas y miradas del Cadernera de Lloret. Sus ojos, antes siempre avizor, se fueron dulcificando, hasta hacerse casi melancólicos.
Narcís Sala Parera no era de los padrinos que ponen nombre y si te he visto no me acuerdo. Iba a “El Florida” a cada dos por tres y llevaba consigo a la elite bebedora o artista de Cuba y a todos los españoles que llegaban a La Habana. Aquí es justamente donde se reúne lo que decía al principiode la fama de “El Floridita” con la particular y predestinada historia de Miguel Boadas. Porque si “El Floridita” era una de las almas de La Habana. Miguel se convirtió muy pronto en el alma “El Floridita”. Era en los años veinte , en aquellos años en que “París era una fiesta”, como dijo lapidariamente Hemingway, pero que también en muchos otros lugares, y La Habana entre los primeros, era una fiesta continua, amenizada por el Jazz y refrescada por los cócteles. Años después, el viejo luchador literario que siempre fue Hemingway diría “Mi mojito en La bodeguita – y mi daiquiri en el Floridita”.
Pero si el destino había marcado la pasión e Boadas, la suerte le reservaba un nuevo paso de lanzadera al otro lado del Atlántico. En efecto, cuando Miguel Boadas ya estaba a punto de quedarse definitivamente en el local de sus primos, una serie de circunstancias –en buena parte económicas- hizo que el ya famoso preparador de bebidas combinadas, hubiese de tomar el portante y regresar a la patria de sus mayores, Cataluña, en 1922. Entró, primero, por la puerta chica, en la esplendorosa “Maison Doré” de la plaza Cataluña; luego, por otra mayor, en el “Nuria” de la Rambla, y, finalmente, por la puerta grande en el “Canaletas”.
Mucha gente le recuerda, todavía hoy –mi padre, sin ir más lejos- de cuando él asombraba a la gente de aquí con el vaivén de sus codos preparando cócteles en la “bañera” del “Canaletas” que casi se había construido para él, y hoy desaparecida, como casi ha desaparecido también el “Canaletas” bajo el imperio de las multinacionales del bocadillo en serie.
Fue en 1927 cuando compartió su pasión con una muchacha de su Lloret. Y fue en 1933 cuando encontró un local a la medida de sus deseos, cerca de los otros tres en que había trabajado. Era un minúsculo corredor, en el numero 1 de la calle de Tallers casi esquina a la Rambla. Lo hizo decorar al estilo de “La Florida”, como tantos y tantos lugares hay en Cataluña con un cierto aire cubano. Y como ya no había entrado por la puerta cchica ni por la grande sino por la propia, y no tenía aquí un Sala Parera que lo apadrinase lo bautizó con su nombre “Boadas”. Sucedía esto en los años de aquella República en que los barceloneses, acostumbrados a los tradicionales cafés, casi no habían visto nunca los bares de barra y altos taburetes a la americana. Y la gente, con ese simpatico “seny” padre de tantos ahorros, pero también de tantos fracasos, se decía, “El Canaletas tiene vida para largo, pero el Boadas… no durará ni dos años”.
Sin embargo, si duró dos años para ver nacer a la hija, María Dolores. Y tres, para aumentar día a día la clientela con personajes como Segarra – el gran poeta vividor- Jacinto Benavente -el de las mil comedias de salón y un par de buenas-, Opisso – el extraordinario dibujante que inmortalizó el local lleno de aquellos hombres y mujeres “modernos” que tan bien llevó a las novelas Carles Soldevilla- y muchos otros personajes de la vida cultural, política y social de la Barcelona Republicana. Y duró el “Boadas” tanto, que pasó entre dos fuegos cruzados e la Rambla que también escuchó Orwell y que de sus oídos pasaron al “Homenaje a Cataluña”, y reaparecíó en la postguerra tan oscura y tan prohibitiva.
Fue entonces cuando pudo aumentar su minúsculo espacio con unos metros más, hasta convertirlo en el triangulo, que es todavía hoy, para que los clientes pudiesen charlar y beber, más cómodamente, mientras Miquel Boadas y su mujer jugaban con su pequeña hija a las tres esquinas.
El pequeño y triangular mundo físico del “Boadas” quedaba así definitivo. Pero dentro de el, el mundo vivo, el más interesante, aquel de “en pot petit hi ha la bona mermelada”, aumentaba su prestigio y su clientela de amigos y de conocidos. Miguel o Miquel Boadas, antes de ojos atentos de marinero, después de mirada sensitiva de cubano, tenía ahora unos ojos a la vez vivos y melancólicos, pero además, brillantes como puede verse en el retrato que vestido con chaquetilla francesa blanca, preside su local, y que es obra de Germán monzón. El brillo lo tiene, sin duda, por haber logrado su triangulo perfecto, centrado en la pasión de su vida. Era un hombre de aquellos que son, en el
verdadero sentido de la palabra, buenos, con el tres de las virtudes (y no solo de las calidades de sus ojos, o de sus lugares ; La Habana, Lloret de Mar, Barcelona, y de su familia), de las virtudes teologales inscritas en su vida. Tenía, en efecto, la fe de una natural religiosidad; la esperanza de ver continuada su labor más allá de su muerte, y la caridad para con todo el mundo. Y todo sin otros aspavientos que el vaivén de la coctelera entre sus manos y sus codos en pico. Era sencillamente humanitario, sencillamente generoso. Dicen que, a los estudiantes los cuidaba y cobraba de manera especial –a veces gratuitamente- porque tenía predilección por los jóvenes con gusto por el saber; y que a los alcohólicos los engañaba…poniéndoles cócteles con un grado mínimo o nulo de alcohol. Y quería tanto a sus amigos como estos le querían a él; si alguna vez el debía dejar la coctelería, ellos le sustituían con tal entusiasmo y entrega, que la caja se abría más veces que cuando el y los suyos estaban detrás de la barra. Pero eso sucedía de uvas a peras, porque Miguel Boadas no se alejaba de el mucho más que los cincuenta metros que le separaban, por un lado, de su domicilio en la misma calle Tallers, y, por el otro, de su querida Fuente de Canaletas, en La Rambla, Ni siquiera era capaz de quedarse todo el día en la casa de vacaciones de L Floresta, en los calurosos días del verano. El necesitaba ver y hablar con la gente, y servirle sus cócteles. Quería estar allí cuando llegasen los pintores Pruna o Miró, los locutores de Radio España, los cantantes Marcos Redondo, o la capsir o su compadre Machin, los hombres y mujeres de teatro como Esteban Polls o Paco Melgares, y los escritores como Ignacio Agustí o Josep María de Sagarra, por citar solo unos poquísimos nombres pues ¿Quién no ha pasado y aún pasa por allí?
Pero la más emotiva prueba de su pasión está en los días antes de su muerte, cuando su pasión lo fue de destino y sufrimiento. Hasta la semana antes de su adiós definitivo se hacía llevar con una silla, muy enfermo ya, al local y se sentaba en el sofá del fondo para apurar hasta el fondo del vaso largo de su vida la alegría de crear amistad con sus daiquiris y muchas otras bebidas. Sabía que sus amigos ya no volverían a llenar con su presencia su pequeño mundo triangular. Sabía, también, sin embargo que su obra continuaría. Pasó los últimos días postrado en la cama. Aún fumó un cigarrillo, como a él le gustaba que le ofreció un amigo, a pesar de que se moría de cáncer de garganta. Y el último día de su vida tuvo una visión con sus ojos despiertos, sensitivos y brillantes: vió que su habitación se llenaba de gente, a pesar de que allí no había podido entrar nadie. Y le dijo a María Dolores, su hija: “Hemos de preparar un cóctel para toda esta gente”, María Dolores fue a buscar la coctelera y preparó ante sus ojos un cóctel, como dicen que para Mozart estuvo tocando un amigo hasta el último momento. Y él la tomo en sus manos, como tantos miles de veces en su vida y después de agitarla un instante, se la entregó a María Dolores con estas palabras ”Toma, continúa mi obra”.
María Dolores me dijo “”El bar es un veneno obsesivo”, y me explicó lo que le había dicho a un actor: “Lo que tu haces sobre las tablas lo hago yo detrás de la barra”. Al igual que su padre, María Dolores nació, como quien dice, en la coctelería. No fue un destino descubierto y asumido en la adolescencia, sino que se educó desde el principio entre los anaqueles, como pez en el agua, La crió su madre en el altillo del “Boadas”, dio sus primeros pasos en el local, allí jugaba, y de colegiala, hacía los deberes con el murmullo de la clientela como fondo. Recuerda que, durante la guerra, el bar ostentaba la bandera cubana, por la nacionalidad de su padre, con fines de seguridad, y recuerda el local cuando por las mañanas daba desayunos, como un café cualquiera. Muy pronto María Dolores dejó la escuela , para poder ayudar a sus padres en aquellos difíciles años de la postguerra, y desde entonces el bar se convirtió para ella en su mundo, como para su padre.
Xavier Olivé, uno de los mejores conocedores de los reductos de calidad autentica y exquisita de esta embrutecida Barcelona, me lo dijo: “María Dolores, en el bar”, es todo un espectáculo. No un espectáculo grandilocuente; todo lo contrario. Es un espectáculo como persona y como profesional. Hay que verla preparar un cóctel, encerrada en si misma, lejos de todo cuanto sucede a su alrededor, atenta a lo que hace. Luego, cuando termina de verterlo en las copas, se despierta. Y resulta que en sueños ha seguido las conversaciones, y va abriendo ante éste y aquél su sonrisa para hacer un comentario, para contestar a una pregunta que había quedado en suspenso, para seguir el hilo de lo que se decía. Y todo sin la menor afectación, con una naturalidad y unas atenciones que solo su carácter de persona a la vez sincera y comunicativa, así como su larga experiencia de trato con gentes de tan diversa condición y tantas a la vez, puede explicar debidamente.
Ella dice: “El mejor maestro es siempre el cliente. El es quien te enseña con la mueca de placer o de disgusto después del segundo o tercer trago”. Pero uno sospecha que ella ya sabe lo que le conviene a cada cual nada más verle. Es como un automatismo en ella, una mujer tan sumamente atenta y practica. Y verla a ella y conocerla, tiene el doble aliciente de estar ante ella misma u de estar ante su padre, por lo mucho que se parecen y por lo mucho que ella le sigue como persona y como profesional.
El momento mejor del día, de cada día, es la hora del aperitivo, cuando ella se ha creado un ambiente a su medida, con clientes asiduos que le permiten y le incitan a dar lo mejor de si misma. Una incitación que no es a descubrir Mediterráneos en la coctelería, sino por el contrario, a profundizar en las formulas descubiertas por los mejores especialistas. Una vez más, el espectacular del “Boadas” es un espectáculo de los que no se ven cuando se tiene el espíritu embotado por lo que sorprende fácilmente. Lo suyo es como esas reproducciones ampliadas del cuadro de Opisso, cuyo original se llevó un día un desalmado, y del Canaletas, que están detrás de la botellería y que, al principio, no se ven, pero que poco a poco van emergiendo del las sombras
–como un recuerdo- y se nos imponen con sus detalles y su encanto.
Un día de 1956 entró en el “Boadas” después de ver una película de terror en el “Alcazar” un joven que trabajaba en una prestigiosa editorial. Como otros muchos fue atraído por el triangulo mágico del local , que entonces ya tenía dos centros: Miguel, el padre y María Dolores. Pronto habría de ser el tercer puntal de la casa, al enamorarse de la hija y ayudar por la noche detrás de la barra. Miguel Boadas le llamaba “l´home de la pipa”, con lo que, supóngo, no solo se refería a que José Luis Maruenda siempre ha llevado una pipa en la mano o en la bocas, sino a que, en aquel mundo artesanal y sumamente práctico, entraba con él el humo de la academia. José Luis, en efecto, se vio cazado por la hija y por la coctelería por el lado apasionante del conocimiento más que por el del ejercicio. Es el lado, precisamente, que me aproxima a él. Nuestro amor genérico
y tal vez un poco vicioso, a Barcelona, a sus rincones, a sus secretos, a su vida, a esos pequeños aspectos –como una coctelería- que merecen tanta atención como las panorámicas, porque ambos sabemos que Barcelona es ahí más verdadera que en sus aparatosas exhibiciones de cara a la galería. José Luis es el hombre de la casa llena de libros de la colección especializada en obras sobre nuestra ciudad, y de la más escogida de libros sobre coctelería. Nada tiene de extraño que, cuando ya casado, se gestó en 1962, en el “Boadas” la fundación del “Club del Barman Asociación de Barmen de España”. Miguel Boadas, el práctico, fuese su primer presidente, y que José Luis, el intelectual, fuese su natural sucesor.
Yo no soy nadie, desde luego, para hablar de cócteles. Yo me limito a decir lo que veo, a escribir lo que entiendo, a calibrar lo que me gusta o me disgusta desde el punto de vista de lo Barcelonés y de lo personal. Es en este terreno en el que me siento seguro, y a la vez satisfecho, para poder decir que la fiesta que cada 15 de septiembre se celebra en honor de María Dolores, con motivo de su onomástico, cuando el triangulo mágico de la coctelería se llena de flores enviadas por sus amigos, es una fiesta que trasciende a la ciudady que a todos nos atañe un poco, puesto que el “Boadas” es, desde hace mucho, una institución barcelonesa. Y lo es porque este establecimiento minúsculo representa lo mejor de la ciudad, por estar vivo gracias a su profesionalidad, al encanto de su gente y a sus tres esquinas, con María Dolores, Miguel y José Luís; con La Habana, Lloret y Barcelona; con su pasado, su presente y su futuro.
José María Carandell
Cincuentenario de la fundación
Del “Boadas” 1983